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José María Buceta, psicólogo deportivo (http://chemabuceta.blogspot.com.es/)

18/09/2018

Yo soy una estrella, y tú, un ladrón

Yo soy una estrella, y tú, un ladrón La final femenina del Open de los Estados Unidos, fue la puesta de largo de una prometedora jugadora japonesa de 20 años, Naomi Osaka, que, partiendo del 20 en el ranking mundial culminó un torneo fantástico derrotando a Serena Williams. Una estupenda noticia que quedó eclipsada por el escandaloso espectáculo que ofreció Serena enfrentándose al árbitro del partido.

En el primer set, la superioridad de Osaka fue incuestionable (6-2), algo que, más por la sensación que por el propio resultado, dejó entrever que la esperada victoria de Serena estaba más lejos que cerca. En ese clima de adversidad, al inicio del segundo set, el árbitro (juez de silla) penalizó a Serena con un warning (una “advertencia”, similar a la tarjeta amarilla en fútbol) cuando detectó que su entrenador, desde la grada, le estaba dando instrucciones (“coaching”), algo que, en los torneos del Grand Slam, está completamente prohibido. Esta norma puede parecer obsoleta, pero el caso es que, si bien muchos entrenadores se comunican de forma discreta y algunos árbitros se hacen los locos, el “coaching” no está permitido durante los partidos, y la sanción aplicada, de acuerdo con el reglamento, es correcta.

El warning provocó que la archicampeona, visiblemente enfadada, se dirigiera al árbitro con muy malos modos, diciéndole que lo del coaching “era mentira” y que ella “no hacía trampas”; algo que, más tarde, desmentiría su entrenador, reconociendo que, efectivamente, existió ese “coaching”; si bien lo justificó “porque lo hace todo el mundo”. Avanzó el set, y, tras perder un juego que podría ser determinante, la frustración de Serena provocó que se ensañara con su raqueta, golpeándola contra el suelo hasta dejarla hecha unos zorros, y eso mereció otro warning que, siendo el segundo, tal y como indica el reglamento, supuso la pérdida de un punto. Cuando Serena se dio cuenta, volvió a increpar al árbitro, ahora con más fuerza, diciéndole que “era un ladrón que la había robado y que nunca volvería a arbitrarla”. Esta vez, por abuso verbal, volvió a ser sancionada, lo que, al ser la tercera advertencia, le supuso la pérdida de un juego. 3-5 para Osaka y el partido prácticamente decidido. En la rueda de prensa, la tenista justificó su comportamiento acudiendo a un tópico de moda: que el comportamiento del árbitro, sancionándola por llamarle ladrón, había sido sexista, ya que, según ella, a ningún hombre se le había sancionado así por insultar a los árbitros. (Sin comentarios).

Esto último ha desviado la atención de algunos del hecho fundamental. Serena ofreció un lamentable espectáculo indigno de una gran campeona, con el mal ejemplo que eso supone para tantas deportistas jóvenes que la admiran y querrían imitarla, y la decepción de miles de seguidores que la tenían en un pedestal. Los grandes campeones tienen que ser humildes, y no aprovechar su fama para ensañarse con un árbitro. Además, fue una falta de respeto a una compañera/adversaria que, deportiva y merecidamente, la venció en la cancha y merecía el protagonismo del día.

El caso es que lo que se intuía que sería un magnífico día para engrandecer la leyenda de Serena, se convirtió en lo contrario. ¿La causa? Es evidente que no supo controlar sus emociones; que, pese a ser una gran campeona que se ha enfrentado a innumerables retos del más alto nivel, es muy probable que, en esta ocasión, sin la superioridad de antaño, le haya podido la presión de tener que responder a lo que se esperaba de ella; que la frustración al verse superada por la jovencita que tenía delante le haya jugado esta mala pasada. Con esto se demuestra que también los más grandes son humanos y no maquinas de un videojuego, y que, por tanto, el ajuste de sus expectativas previas y el control de sus emociones son dos factores determinantes de su rendimiento. Quizá no sea casualidad que, dos meses antes, cuando también se esperaba que ganara la final de Wimbledon, Serena fuera inapelablemente derrotada en dos sets tras haber hecho un estupendo torneo. Entonces, no montó el número de ahora, pero es bastante probable que la exigente obligación de ganar y la falta de control de sus emociones hayan podido explicar, al menos en parte, ese resultado adverso. ¿Se ha repetido la historia?

Tras la decepción de Wimbledon, pronto enterrada, seguramente nadie pensó que en el US Open podría suceder lo mismo, y la buena trayectoria en los partidos que antecedieron a la final hizo presagiar que había llegado el esperado momento en que Serena Williams, tras haber regresado a las canchas después de ser madre, conseguiría su 24 Grand Slam, igualando el histórico record de la legendaria Margaret Court. Era lo que casi todos ansiaban: patrocinadores, espectadores locales, muchos medios de comunicación e, incluso, seguramente, los organizadores del torneo y las instituciones del tenis en general, además de los aduladores que nunca faltan. También, los aficionados que, al igual que sucede con Federer, aprecian una carrera excepcional y desean que, para seguir disfrutando de sus gestas, El Cid nunca muera.

Con una trayectoria profesional impecable, Serena Williams es una de las/los grandes de este deporte de todos los tiempos, y muchos querían contar, y más de uno aprovechar, la emocionante historia de una gran campeona que interrumpe su carrera para ser madre y, con 36 años, regresa para recuperar el trono. Todo estaba servido para venerar a la gran campeona y vender su ejemplo de superación, conciliación familiar, excelencia, mentalidad ganadora, etc., pero la realidad parece haber sido que, siendo todavía una de las mejores del circuito, ya no reina sobre ese elevado pedestal, reservado a los casi dioses, desde el que veía muy pequeñas a sus resignadas adversarias; y, desde luego, Naomi Osaka no estaba allí para postrarse de rodillas y agachar la cabeza. Serena ha vuelto, y es una gran noticia, pero ese afán por estirar su leyenda conduce a ignorar la realidad y fomentar una fantasía en la que, probablemente, ella misma ha querido creer.

La desafortunada reacción emocional de Serena (enfado, rabia, comportamiento agresivo...) parece una consecuencia clara de su falta de confianza, su impotencia y su frustración en la situación adversa de verse superada en un partido que, en base a las expectativas que se habían creado, “tenía la obligación de ganar”. Si a eso se une la falta de habilidades psicológicas (o incapacidad para usarlas) para controlar esa reacción emocional, lo sucedido encuentra una explicación. Seguramente, estas habilidades no le hayan hecho mucha falta en su pasado de “ser superior”, pero ahora que es “mortal” como las demás, sería recomendable que las añadiera a sus portentosos golpes. El reto puede estar en ser capaz de mantener su ambición por seguir estando en lo más alto, pero sin obsesionarse con ganar el 24 Grand Slam, aceptando sus limitaciones, centrándose en lo que dependa de ella y desarrollando recursos para controlar sus emociones cuando estas se presenten. Así, tendrá más opción de ganar y, sobre todo, no volverá a ofrecer un bochornoso espectáculo del que, seguramente, ya estará arrepentida.

Posdata:  Si se confirma lo que leí el otro día, es lamentable que la organización del US Open no le haya dado al árbitro del partido el trofeo conmemorativo que habitualmente se entrega a quien arbitra la final. ¿Se le penaliza por haber aplicado el reglamento? ¿Por no haber tolerado la mala educación y el mal ejemplo de una gran estrella? ¿Se cumplirá la amenaza de Serena, según la cual ese árbitro no la volverá a arbitrar? La organización ha impuesto a la tenista una multa de 17.000 dólares que, al lado del premio de más de un millón por ser finalista, es menos que el chocolate del loro. Y al mismo tiempo, en cierto modo, le habría dado la razón penalizando al árbitro. Otra bajada de pantalones la ha protagonizado la WTA (federación de tenis femenino) apoyando a la gran estrella por su absurda denuncia del “sexismo”, pero ignorando su intolerable comportamiento, como si este no hubiera existido o fuera algo anecdótico.

Proteger así a los grandes deportistas, ignorando sus meteduras de pata y haciéndoles la pelota, no los beneficia en nada y perjudica a la honestidad del deporte. Si queremos que este siga siendo una fuente de valores y ejemplo para los jóvenes, se deben reconocer los errores y aprender de ellos. Sería estupendo que Serena, en lugar de buscar excusas para justificar lo injustificable, dijera que se ha equivocado, pidiera perdón y pusiera los medios para que no volviera a suceder. La haría más humana y mucho más grande, más digna de admiración, más trascendente que si volviera a ganar un Grand Slam.

José María Buceta, psicólogo deportivo (http://chemabuceta.blogspot.com.es/)

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